La lluvia, tan deseada cuando falta y tan denostada cuando llega, me empapaba en mi carrera por refugiarme. Los árboles no eran capaces de cortarla por completo y la posibilidad de que me cayera un rayo, aunque remota, existía.
El habitual camino a casa se estaba convirtiendo en una pesadilla desde el momento en el que me comunicaron que debía recoger mis cosas y salir de la oficina. Desde que reparé en la puerta de la oficina con la mochila y una bolsa llena en la mano que me había dejado el paraguas dentro y no podía volver al lugar del que había salido deseando que todos fueran sepultados por su propia incompetencia.
Subir a un autobús lleno de gente empapado hasta los huesos es reconfortante, la calefacción que hace que desees estar en el infierno en días tibios me venía bien para secarme. Aun así no era el mejor día para que a mi lado se sentase la señorita del "call center ambulante" y justo delante el señor "te clavo el respaldo en la garganta para echarme la siesta".
Una hora más tarde las ganas de bajar del autobús eran directamente proporcionales a las nauseas provocadas por la angustia y el calor.
Y de nuevo la lluvia. Y los árboles siguen sin ser la solución. Lo que me había planteado por la mañana como un agradable paseo de vuelta a casa dejando el coche en el garaje, ya no era tal cosa.
En realidad ya no me molestaba el frío ni la lluvia, mi cabeza era un continuo hervidero de reproches a todos los que se habían quedado trabajando mientras salía por la puerta.
DR. BARNEKOW